Vivir soñando
que sueño despierto,
que rompo relojes,
que libero el tiempo.
Y que la noche sea soleada,
y que estrellado sea el día.
Porque dormir es de cobardes,
porque soñar es de valientes.
domingo, 17 de noviembre de 2013
lunes, 14 de octubre de 2013
Capítulo 6: Pachacútec
Hacia el año 1430 nació el primer personaje Inca histórico. Pachacútec se llamaba, y fue él quien se encargó de convertir al estado inca en un gran imperio. Este nombre significa literalmente en la lengua quechua "el que transforma el mundo" y es que el territorio Inca, antes de su aparición, vivía marcado por el segmentarismo y los conflictos entre las diversas tribus. Este era un genio militar, pues tras deshacerse de las primeras revueltas, consiguió expander el territorio Inca hacia límites insospechados acabando con todo pueblo hostil a su paso. No obstante, también era un hombre sabio y no sólo formuló leyes que fortalecieron al imperio, sino que además fue el artífice de construcciones como el Machu Picchu y supo dotar al estado de una sólida y eficaz estructura administrativa. No se sabe exactamente si su nombre es una coincidencia con lo que hizo o si este resultó ser un apodo posterior, pero la realidad es que antes de Pachacútec el estado Inca era de una manera y después de él el mundo cambió radicalmente.
Cuentan que menos de un siglo después de la muerte del primer emperador Inca, apareció un segundo Pachacútec, pero este venía de ultramar, tenía armas de fuego y hablaba español. La llegada de los conquistadores europeos y la masacre del imperio Inca supuso otro cambio del mundo. Este ancestral pueblo pasó de ser un glorioso y sólido imperio a convertirse en un virreinato poblado de esclavitud, opresión y violencia.
Después de muchos siglos, hoy en día, los herederos de los Incas siguen esperando que se cumpla la profecía que anuncia el surgimiento de un nuevo Pachacútec que les volverá a llevar a un periodo brillante y luminoso. Esperan que se haga realidad ese nuevo giro global, ese cambio en el mundo, que devuelva el esplendor a la gente andina.
Y mientras muchos duermen y sueñan con el nuevo Pachacútec, a miles de quilómetros de distancia, un chico en Alemania está viviendo uno en este mismo instante. Lo sabe muy bien, lleva varios meses en plena transición y su mundo está cambiado. No conoce ninguna profecía y del Pachacútec no tenía ni idea hasta hace pocas semanas, sin embargo está convencido de que la nueva etapa va a empezar un martes a las doce del medio día en el sur de Berlín. Desconoce exactamente lo que va a aprender y ni entiende bien el idioma con en el que se le va a enseñar, pero está seguro de que este nuevo Pachacútec le está llevando de una etapa buena a otra que promete ser mejor.
Y es que, a fin de cuentas, el mundo a su alrededor está cambiando, pero sus sueños siguen siendo los mismos.
Lo único que lamenta es no haber podido meterse en "estudios peruanos" para aprender un poco más sobre los incas, el Pachacútec, y su segundo apellido.
Por lo demás parece contento.
viernes, 11 de octubre de 2013
Capítulo 5: Flash
Lo más interesante que he hecho hoy fue descargarme el flash.
(re) Aprendiendo
...
(re) Aprendiendo
...
lunes, 7 de octubre de 2013
viernes, 4 de octubre de 2013
Capítulo 3: Despegue
Tres semanas antes de mi aterrizaje en Tempelhof, un chico corría por el infinito corredor que conecta las lineas de la parada de Passeig de Gràcia (Barcelona) con el cercanías. Había salido tarde de la casa de sus tíos y se había dado cuenta de esto en el camino. Dos maletas, una a cada mano, traqueteaban tan fuerte que enmudecieron al guitarrista y a los demás músicos del inmenso pasillo subterráneo. Había un tercer equipaje, sí, pero este colgaba en los hombros de él que con un suspiro subía las escaleras en dirección a la salida. La parada de cercanías no se encontraba hasta dos cientos metros calle abajo. El tráfico y el bullicio de gente le impedían moverse con agilidad. Esto, unido a la torpeza que tuvo en la compra de billetes, hizo que llegue a la estación de cercanías con a penas 80 minutos de antelación antes del despegue de su vuelo.
Dejó las maletas en el suelo y fue a mirar los paneles de los horarios. Su camiseta estaba completamente sudada, no tanto por el calor como por el estrés. Y es que su vuelo se iba, y su tren, que tardaba cerca de 30 minutos en llegar al aeropuerto, no pasaba por esa estación hasta dentro de 15 minutos. Hizo números y tenía en total 35 minutos en el aeropuerto para hacer todo. Esto no le alcanzaba.
Desesperado, el muchacho llamó a su padre y este, con tono de decepión, le sugirió que cogiera un taxi en seguida. Rebuscó entonces en su maleta y volvió a revisar ese arrugado papel que era su billete de avión, y descubrió una ayuda divina: el avión salía 15 minutos más tarde de lo que el chico tenía pensado. Disponía entonces de 50 minutos en el aeropuerto para hacer todo, esto ya era un margen más que razonable.
Esperó al tren finalmente y se sentó. El viaje de treinta minutos le sirvió para despedirse de su hermana, de sus amigos por internet, y para darse de baja de línea telefónica. A partir de ese momento el chico estaba incomunicado, pero eso poco le importaba. Llegó finalmente, cumpliendo sus cálculos, con 50 minutos de ventaja al aeropuerto de El Prat. Entre la línea de cercanías y la terminal había un buen tramo y, cuando por fin llegó, preguntó al primer trabajador del lugar que encontró.
-Usted está en la terminal 2a, tiene que ir a la terminal 1.
-¿Qué tengo que hacer?
-Coja ese bus. Rápido, que sale en seguida.
Sin decirle nada, con sus tres maletas corrió hasta la puerta de salida y, en un acto suicida, paró al bus que ya estaba arrancando. En ese momento, faltaban 45 minutos para que su avión despegase.
El trayecto resultó ser un viaje larguísimo, una ilusión cercana a lo eterno. Aquella distancia absurda entre terminales le provocó al chico, por momentos, sensaciones de auténtica nausea. Sintió además que en ese recorrido los minutos duraban horas. Así que unas horas mentales después, se bajó por fin del autobús y fue corriendo a despachar las maletas. No tardó en encontrar el check-in de su agencia de vuelo y entró en el único puesto que no tenía cola.
-¿Cuál es tu vuelo?
-El Barcelona-Berlín.
-¿A qué hora sale?
-Ahora, a menos cuarto.
-¿Y pretendes facturar las maletas?
-Sí, bueno...
-¿Qué haces aquí a falta de menos de 30 minutos del despegue si las bodegas se cierran con 40 minutos de antelación?
-¿Y qué hago entonces?
-Ve con lo que tengas al avión... si llegas, claro.
Instantáneamente se marchó del puesto en dirección al control de seguridad corriendo por el aeropuerto con sus tres maletas a rastras. A diferencia de lo anterior, este control sí tenía cola, y una vez más, su espera no dependía de si mismo. Entonces pensó en la posibilidad real de perder el vuelo finalmente, en el dinero que implicaría pagar para conseguir un nuevo billete, en su situación de incomunicación y en cómo contactar y explicarle esta historia a los demás. Sumergido en sus dudas, vio como pasaba un trabajador del aeropuerto por su costado y en acto de impotencia le preguntó si merecía o no la pena esperar la cola.
-¿25 minutos? Yo creo que llegas.
Cuando llegó su turno, colocó sus objetos de metal en la bandeja y pasó las tres maletas por el escáner de rayos X. La opinión del trabajador le había aliviado, pero seguía estresado. No obstante cuando volvió a coger las tres maletas y dirigirse de una vez por todas al avión, una mano le tocó el hombro. Se giró y era uno de los funcionarios del control.
-¿Tiene un ordenador en la maleta?
-Sí.
-Por favor, sáquelo, colóquelo en la bandeja, y vuelva a pasarlo todo por el escáner.
Tic tac. El tiempo se esfumaba: No solo no sabía de dónde salía su vuelo, sino que ahora además tenía que separar de una de sus maletas, una mochila, y de esa mochila, un ordenador. Todo esto para volver a pasar cada bulto de nuevo por el escáner. Lo intentó una vez, pero sus manos le temblaban y a penas podía abrir las cremalleras de su equipaje. Las personas que le precedían en la cola, algunas muy apuradas, hacían comentarios y exigían acción, pero el pobre chico abatido se arrodilló en el suelo, a la par que susurraba a sí mismo "no llego, no llego".
-¿Cómo que no llegas?- Escuchó el chico a su espaldas. Se giró y vio a una funcionaria de pelo corto y de aspecto bastante masculino. El chico le explicó a murmuros su situación y sin dejarle terminar, esta mujer, que resultó ser de acción, cogió uno de los tres bultos y a continuación le dijo:
- Déjame a mí las maletas, tú ve a esas personas y pregúntales por tu avión. Corre, que llegas.
El chico salió disparado en dirección al puesto de información, mientras la mujer del control se encargaba de su equipaje. A medio camino se dio cuenta de la confianza ciega que había depositado en aquella trabajadora. En esas maletas, a parte del ordenador, había más objetos valiosos y mucho dinero en efectivo. Pero ya de nada servía dudar. Lo hecho, hecho estaba.
Volvió a por las maletas que ya estaban nuevamente cerradas y le agradeció todo lo que pudo a esa superheroína vestida de policía mientras marchaba corriendo a la puerta de embarque.
-¡Si cortas y atraviesas por la tienda Natura, llegas!
Corrió los últimos metros a contrarreloj. Y mientras corría, pensó en las personas que había dejado atrás, en la gente que había querido y en aquellos que le habían querido en aquel país que ahora abandonaba. No solo su familia y amigos más cercanos, también pensó en aquellas personas que le habían ayudado (que no eran pocas) y en todos aquellos que habían tenido detalles de cariño hacia él a lo largo del último año (que eran muchas). Se sintió afortunado, y se sintió querido. Corría y sudaba, pero sonreía. No era insignificante. No corría solo.
Finalmente llegó un par de minutos antes de que cerrasen la puerta de embarque.
Se sentó en su asiento y cerró los ojos.
Notó algo, estaba despegando.
lunes, 30 de septiembre de 2013
Capítulo 2: Tempelhof
Cuando me monté en "La Novena" fui casi instintivamente al sur,
con el sol como única estela, como quien se desliza colina abajo.
Y elegí ir hacia un aeropuerto sin aviones, hacia un paisaje marsiano,
donde las aeronaves del pasado, ahora vuelan con el recuerdo,
y con aquellos que han venido de lejos
con el valor de aterrizar en sus pistas
aunque sea en bici,
aunque sea a pedaleo.
Tempelhof está para los valientes.
Bien al sur, todo derecho.
viernes, 27 de septiembre de 2013
Capítulo 1: La novena
-Me cuesta separarme de ella, la verdad... Me quedo la funda del sillín como recuerdo, no te importa ¿verdad?
-Ah, no no te preocupes, quédatela.
El italiano con el que había quedado, con un gesto cariñoso, recogió la funda protectora del sillín. Había publicado por Facebook que vendía una bici barata y fui el primero en contestar. Así que después de un breve intercambio de mensajes por internet, estaba por fin delante de esa bici antigua y de aspecto frágil. Hablábamos en inglés, estábamos en un patio interior de un edificio de Prenzlauer Berg.
-Alguna pregunta?
-Sí, ¿cómo funcionan las luces?
-Están ahí, pero no funcionan.
-¿Y las marchas?
-No tiene.
Dubitativo, cogí la bici. y con dificultad me subí a ella. Una aparatosa vara de hierro a la altura de mís testículos atravesaba el chasis. Le miré y deduje que para él esto no era problema por su mayor altura. Cuando por fin la dominé, noté como ese hierro hacía de la bici un portento sorprendentemente firme. Pedaleé un poco y con seguridad hacía círculos en ese patio interior. La ausencia de marchas múltiples se compensaba con una marcha neutra que se hacía dura al inicio pero bien suave en carrera y los frenos...
-Yo que tú no utilizaba el freno del manillar, esta bici frena mejor si pedaleas hacia atrás.
Pedaleé entonces hacia atrás y por poco me caigo. Nunca me había subido a ninguna bici de estas características y mi aparatoso primer freno provocó una sonrisa del joven italiano.
-¡Úsalo suavemente que te caerás!
-Necesito practicar, pero aunque parezca bastante vieja va muy firme.
-Y ya has visto como funcionan los frenos.
-Sí, es una buena bici.
La volví a observar y entonces miré la cadena negra, el óxido en los tubos, los cables de las luces que no iban a ninguna parte, las finas ruedas y el inútil freno de manillar. Pensé que por su aspecto esta bici podría haber sido originaria de la RDA. Esta idea me divertía. También pensé en la cantidad de personas por las que pasó antes de llegar a mis manos. Aposté finalmente por nueve dueños, por eso más tarde la bauticé como "La novena". Miré su aspecto destartalado y, no obstante, me encantaba.
-¿Eran 40 euros no?- Le dije mientras sacaba la cantidad exacta de la mochila para luego darle el dinero.
-Sí, la compré por 60 así que no te hago mal precio ni nada.
Nos quedamos un breve instante en silencio. Ya el pacto estaba realizado y ambos queríamos seguir con nuestra aventura en la ciudad: Yo, con la mía, que empezaba; y él, con la suya, que terminaba.
-Pásatelo bien -Me dijo entonces- y aprovéchala y muévete, estás en un gran lugar. No te centres demasiado en los estudios y sal a beber cerveza. Aprovecha el Erasmus para tener nuevas experiencias, usa la bici, el mejor transporte posible que puedes tener en Berlín. Encantado de conocerte. Disfruta de este año, buena suerte.
Y al despedirnos amistosamente, se giró rápidamente como quien quiere agilizar su despedida, como quien quiere recortar el dramatismo a golpe de fugacidad. Seguí su marcha con la vista, hasta que alcanzó la salida, cuando se volvió en redondo, solo para contemplar su querida bicicleta por última vez.
-Prométeme que la cuidarás- Me dijo.
-Te lo prometo- Le contesté.
Capítulo 0: Mauerfall
El frío de aquella noche de invierno no pudo apaciguar el latir de millones y ardientes corazones. Cada uno con lo que podía golpeaba con toda su esencia contra aquella pared. El minero con su pico, el escultor con su cincel y el albañil con su maza. Todos golpeaban por la libertad. Y quien no podía golpear con instrumentos, lo hacía con palabras, arengas y cantos. Todos golpeaban juntos, bendecidos por esa regla no escrita que dice que, si se insiste, todas las barreras pueden ser derrumbadas.
Entonces un boquete, luego otro, otro y otro.
Una mano.
Un saludo.
Un abrazo entre desconocidos.
Un abrazo entre hermanos.
En bandadas, miles de personas cruzaban de un lado a otro, y otras miles cruzaban en dirección opuesta chocándose entre abrazos, brindis y sonrisas. Desconocidos, enemigos hasta hace poco, ahora eran familia y se invitaban a cenar mutuamente a sus casas; o a beber cerveza que los bares regalaban, entendiendo bien que celebrar este acontecimiento no tenía precio. El dinero carecía de valor en ese momento.
Sonaba música.
Fue la noche del 9 de noviembre de 1989 cuando Alemania se convirtió en una, y Berlín, en única.
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