Tres semanas antes de mi aterrizaje en Tempelhof, un chico corría por el infinito corredor que conecta las lineas de la parada de Passeig de Gràcia (Barcelona) con el cercanías. Había salido tarde de la casa de sus tíos y se había dado cuenta de esto en el camino. Dos maletas, una a cada mano, traqueteaban tan fuerte que enmudecieron al guitarrista y a los demás músicos del inmenso pasillo subterráneo. Había un tercer equipaje, sí, pero este colgaba en los hombros de él que con un suspiro subía las escaleras en dirección a la salida. La parada de cercanías no se encontraba hasta dos cientos metros calle abajo. El tráfico y el bullicio de gente le impedían moverse con agilidad. Esto, unido a la torpeza que tuvo en la compra de billetes, hizo que llegue a la estación de cercanías con a penas 80 minutos de antelación antes del despegue de su vuelo.
Dejó las maletas en el suelo y fue a mirar los paneles de los horarios. Su camiseta estaba completamente sudada, no tanto por el calor como por el estrés. Y es que su vuelo se iba, y su tren, que tardaba cerca de 30 minutos en llegar al aeropuerto, no pasaba por esa estación hasta dentro de 15 minutos. Hizo números y tenía en total 35 minutos en el aeropuerto para hacer todo. Esto no le alcanzaba.
Desesperado, el muchacho llamó a su padre y este, con tono de decepión, le sugirió que cogiera un taxi en seguida. Rebuscó entonces en su maleta y volvió a revisar ese arrugado papel que era su billete de avión, y descubrió una ayuda divina: el avión salía 15 minutos más tarde de lo que el chico tenía pensado. Disponía entonces de 50 minutos en el aeropuerto para hacer todo, esto ya era un margen más que razonable.
Esperó al tren finalmente y se sentó. El viaje de treinta minutos le sirvió para despedirse de su hermana, de sus amigos por internet, y para darse de baja de línea telefónica. A partir de ese momento el chico estaba incomunicado, pero eso poco le importaba. Llegó finalmente, cumpliendo sus cálculos, con 50 minutos de ventaja al aeropuerto de El Prat. Entre la línea de cercanías y la terminal había un buen tramo y, cuando por fin llegó, preguntó al primer trabajador del lugar que encontró.
-Usted está en la terminal 2a, tiene que ir a la terminal 1.
-¿Qué tengo que hacer?
-Coja ese bus. Rápido, que sale en seguida.
Sin decirle nada, con sus tres maletas corrió hasta la puerta de salida y, en un acto suicida, paró al bus que ya estaba arrancando. En ese momento, faltaban 45 minutos para que su avión despegase.
El trayecto resultó ser un viaje larguísimo, una ilusión cercana a lo eterno. Aquella distancia absurda entre terminales le provocó al chico, por momentos, sensaciones de auténtica nausea. Sintió además que en ese recorrido los minutos duraban horas. Así que unas horas mentales después, se bajó por fin del autobús y fue corriendo a despachar las maletas. No tardó en encontrar el check-in de su agencia de vuelo y entró en el único puesto que no tenía cola.
-¿Cuál es tu vuelo?
-El Barcelona-Berlín.
-¿A qué hora sale?
-Ahora, a menos cuarto.
-¿Y pretendes facturar las maletas?
-Sí, bueno...
-¿Qué haces aquí a falta de menos de 30 minutos del despegue si las bodegas se cierran con 40 minutos de antelación?
-¿Y qué hago entonces?
-Ve con lo que tengas al avión... si llegas, claro.
Instantáneamente se marchó del puesto en dirección al control de seguridad corriendo por el aeropuerto con sus tres maletas a rastras. A diferencia de lo anterior, este control sí tenía cola, y una vez más, su espera no dependía de si mismo. Entonces pensó en la posibilidad real de perder el vuelo finalmente, en el dinero que implicaría pagar para conseguir un nuevo billete, en su situación de incomunicación y en cómo contactar y explicarle esta historia a los demás. Sumergido en sus dudas, vio como pasaba un trabajador del aeropuerto por su costado y en acto de impotencia le preguntó si merecía o no la pena esperar la cola.
-¿25 minutos? Yo creo que llegas.
Cuando llegó su turno, colocó sus objetos de metal en la bandeja y pasó las tres maletas por el escáner de rayos X. La opinión del trabajador le había aliviado, pero seguía estresado. No obstante cuando volvió a coger las tres maletas y dirigirse de una vez por todas al avión, una mano le tocó el hombro. Se giró y era uno de los funcionarios del control.
-¿Tiene un ordenador en la maleta?
-Sí.
-Por favor, sáquelo, colóquelo en la bandeja, y vuelva a pasarlo todo por el escáner.
Tic tac. El tiempo se esfumaba: No solo no sabía de dónde salía su vuelo, sino que ahora además tenía que separar de una de sus maletas, una mochila, y de esa mochila, un ordenador. Todo esto para volver a pasar cada bulto de nuevo por el escáner. Lo intentó una vez, pero sus manos le temblaban y a penas podía abrir las cremalleras de su equipaje. Las personas que le precedían en la cola, algunas muy apuradas, hacían comentarios y exigían acción, pero el pobre chico abatido se arrodilló en el suelo, a la par que susurraba a sí mismo "no llego, no llego".
-¿Cómo que no llegas?- Escuchó el chico a su espaldas. Se giró y vio a una funcionaria de pelo corto y de aspecto bastante masculino. El chico le explicó a murmuros su situación y sin dejarle terminar, esta mujer, que resultó ser de acción, cogió uno de los tres bultos y a continuación le dijo:
- Déjame a mí las maletas, tú ve a esas personas y pregúntales por tu avión. Corre, que llegas.
El chico salió disparado en dirección al puesto de información, mientras la mujer del control se encargaba de su equipaje. A medio camino se dio cuenta de la confianza ciega que había depositado en aquella trabajadora. En esas maletas, a parte del ordenador, había más objetos valiosos y mucho dinero en efectivo. Pero ya de nada servía dudar. Lo hecho, hecho estaba.
Volvió a por las maletas que ya estaban nuevamente cerradas y le agradeció todo lo que pudo a esa superheroína vestida de policía mientras marchaba corriendo a la puerta de embarque.
-¡Si cortas y atraviesas por la tienda Natura, llegas!
Corrió los últimos metros a contrarreloj. Y mientras corría, pensó en las personas que había dejado atrás, en la gente que había querido y en aquellos que le habían querido en aquel país que ahora abandonaba. No solo su familia y amigos más cercanos, también pensó en aquellas personas que le habían ayudado (que no eran pocas) y en todos aquellos que habían tenido detalles de cariño hacia él a lo largo del último año (que eran muchas). Se sintió afortunado, y se sintió querido. Corría y sudaba, pero sonreía. No era insignificante. No corría solo.
Finalmente llegó un par de minutos antes de que cerrasen la puerta de embarque.
Se sentó en su asiento y cerró los ojos.
Notó algo, estaba despegando.
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