El frío de aquella noche de invierno no pudo apaciguar el latir de millones y ardientes corazones. Cada uno con lo que podía golpeaba con toda su esencia contra aquella pared. El minero con su pico, el escultor con su cincel y el albañil con su maza. Todos golpeaban por la libertad. Y quien no podía golpear con instrumentos, lo hacía con palabras, arengas y cantos. Todos golpeaban juntos, bendecidos por esa regla no escrita que dice que, si se insiste, todas las barreras pueden ser derrumbadas.
Entonces un boquete, luego otro, otro y otro.
Una mano.
Un saludo.
Un abrazo entre desconocidos.
Un abrazo entre hermanos.
En bandadas, miles de personas cruzaban de un lado a otro, y otras miles cruzaban en dirección opuesta chocándose entre abrazos, brindis y sonrisas. Desconocidos, enemigos hasta hace poco, ahora eran familia y se invitaban a cenar mutuamente a sus casas; o a beber cerveza que los bares regalaban, entendiendo bien que celebrar este acontecimiento no tenía precio. El dinero carecía de valor en ese momento.
Sonaba música.
Fue la noche del 9 de noviembre de 1989 cuando Alemania se convirtió en una, y Berlín, en única.
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